Cuando Enric Miralles (Barcelona, 1955) y Carme Pinós (Barcelona, 1954) ganaron a mediados de los años ochenta el concurso para el nuevo Cementerio de Igualada (Barcelona), la crítica internacional reaccionó reconociendo en estos jóvenes arquitectos la producción de un lenguaje donde se conjugaban la obra de Gaudí, Aalto, Jujol, Sostres, Asplund, Le Corbusier... La idea de que el cementerio es una metáfora construida, fruto de la conjunción y del estudio, no sólo de la obra sino del pensamiento arquitectónico de todos ellos. Y en este punto radica su gran valor. No es una construcción de la metáfora, como un ejercicio posmoderno, sino que es la metáfora hecha de piedra, acero y hormigón. La arquitectura escarbada en la tierra.
El crítico de arquitectura Josep Quetglas definió a Miralles como un arquitecto que "trabaja con la imaginación"; un arquitecto que "emociona con educación", cuya arquitectura"no puede ser descrita ni dibujada sino sólo después de haber ocurrido". Quetglas afirmaba que Miralles era un "puro arquitecto" porque los productos de su pensamiento eran ya arquitectura, aun sin necesidad de haber sido construidas, formas que emanaban puras de su imaginación. Estamos de acuerdo. Únicamente, matizaremos que, en nuestra opinión, no sólo los productos de su pensamiento eran ya arquitectura sino que también la propia estructura y funcionamiento de su pensamiento era Arquitectura.
Enric Miralles fue un gran arquitecto, y tal vez el último grande de una época. El arquitecto desmesurado y brutal; el que ponía todo el cuerpo para hacer arquitectura; que conocía la arquitectura desde dentro y la transformaba hacia fuera. su fuerza expresiva fue arrolladora, su imaginación desbordante. Un arquitecto al que es difícil catalogar. Un gran arquitecto en el que se aunó conocimiento y hecho creativo. Con el fallecimiento desapareció una persona para la que la integridad de su desarrollo vital fue la práctica de la Arquitectura: una arquitectura surgida del sentimiento. Llamamos arquitectura del sentimiento a una forma visceral de comprender la arquitectura, que emerge de lo más profundo de las entrañas, que es dramática porque se basa en la provocación, una provocación producida por las formas y materiales que la componen: que se vive y percibe con todos los sentidos. Una arquitectura que no recurre a artificios o elementos superfluos porque todos sus componentes son, en esencia, arquitectura.
Muchas de sus obras se hallan aún en proceso de construcción, mientras que otras ya comienzan a ser ruinas. Miralles ha hecho de cada obra un universo; ha trabajado diseccionándolas y volviéndolas a reconstruir, barajando un mundo de ideas e imaginación, que ese escapa a la concepción clásica del hacer arquitectónico, utilizando todo aquello que pasó por sus manos; hurgando, fisgando: Miralles ha hecho del hacer del arquitecto un juego al que siempre nos invita a sumarnos. Su legado arquitectónico es su placer por pensar y construir arquitectura. Su obra desvela la belleza de la imperfección. Miralles logró que sus obras puedan leerse como una continuidad. Concibió proyectos que nacían de la experiencia de otros. Su obra puede leerse como un todo, como un todo incompleto, inconcluso, lleno de fisuras y ruinas prematuras. Una arquitectura de símbolos en la que, en muchos casos, se olvida o desinteresa del pragmatismo.
La personalidad como arquitecto de Enric Miralles es lo suficientemente intensa como para evitar intentar definirle según conceptos apriorísticamente definidos y, por tanto, acotados. Pese a tratarse de un arquitecto puramente contemporáneo, la energía y marcada identidad que exuda su trabajo le hace trascender fronteras temporales ya que su obra puede entenderse ante todo como una profundización en la esencia de la Arquitectura, lo cual confiere una especie de áurea de atemporalidad a ella y a las motivaciones de Miralles como arquitecto.
A lo largo de toda su trayectoria queda patente su actitud de encarar cada proyecto de manera totalmente específica, según una lógica propia, abordando cada uno de ellos desde aspectos que trascienden la necesaria funcionalidad y buscan ahondar en esencias que hacen confluir en el diseño de cada proyecto dimensiones pragmáticas y otras plenamente subjetivas, manteniéndose en todo momento abierto a la conexión y estudio de nuevos estímulos, procedentes de nuevos aprendizajes y conexiones con nuevos entornos, para desarrollar su práctica y pensamiento de la arquitectura.
Posiblemente, éste se trate del periodo en que Miralles se aproximó a la práctica de la arquitectura desde una mayor intensidad imaginativa, ahondando en la profundidad de referencias e intereses personales a la hora de guiar y sustentar la concepción de cada obra. Un repaso a las imágenes y textos que describen los respectivos procesos de diseño pone de manifiesto la madurez de la erudición de Miralles a la hora de plantear las referencias que constituyen los fundamentos conceptuales de cada proyecto.
LA IDEA
El cometido principal de Miralles y Pinós cuando emprendieron su proyecto para el Cementerio de Igualada era la recreación del paisaje. Se propusieron hacer del paisaje arquitectura y, mediante su arquitectura, crear un nuevo paisaje.
Señala el arquitecto Vittorio Gregotti que los europeos son quienes, a lo largo de los siglos, más persistentemente y con mayor intensidad han alterado el aspecto físico de su territorio, bien para cultivarlo o para ocuparlo. Se reconoce esta actitud en esta obra, cuya arquitectura no puede comprenderse sin asumir como rasgo esencial su vinculación con el paisaje y el terreno al que pertenece. Esta pertenencia se gesta mediante el establecimiento de vínculos físicos entre el suelo y la arquitectura. Miralles y Pinós se apropiaron del lugar reconstruyéndolo con sus propios elementos, desarrollando una concepción de la arquitectura en la que se ve implicada hasta la última piedra, el último trozo de metal en oxidación.
Esta forma de hacer arquitectura no concede artificios sino que se crea a sí misma con sus propios elementos.
La reelaboración constante de los dibujos y la apropiación de metáforas fueron herramientas de estos arquitecto para “dialogar con lo que existe” y “lo que existe” implica lo sensorial y lo suprasensorial. En otras palabras: hallar y trabajar el absoluto potencial del lugar. En la memoria de los arquitecto está grabado el paisaje: una tierra áspera de formas sinuosas. No podemos extraer el cementerio ni su concepción de este contexto. El paisaje, pero aún más la memoria, son fundamentales para emprender el proyecto y comprenderlo. Establecer un diálogo con el genius loci, para descubrir la esencia del lugar y la arquitectura a proyectar. Los arquitectos hacen que el cementerio sea la misma substancia que la tierra a la que pertenece.
Se siente en esta arquitectura una actitud sacra, no sólo en relación a la dimensión numinosa que pertenece a la muerte, sino en referencia a una sacralización de la arquitectura que se hace patente en las formas y en los materiales escogidos para la construcción del cementerio.
Goethe escribe: “Pero la unión también puede producirse en un sentido superior, cuando lo dividido primero se intensifica, y con la unión de sus partes intensificadas produce un tercero nuevo, superior e inesperado”. El Cementerio de Igualada es una obra de arquitectura que escarba y se enraiza en las entrañas del suelo, uniéndose al paisaje con sus materiales y formas. Es del modernista catalán Josep Maria Jujol, de quien aprenden el valor de los materiales pobres, de la belleza de los objetos a priori sin valor pero que, cuando pasan a formar parte de la arquitectura, toman una trascendencia total. Materiales brutos, toscos, desgastados, oxidados, hundidos en tierra seca catalana. La fusión de la piedra, el acero y el hormigón con la dureza de la tierra natural transforma las esencias de lo natural y del artificio en este lugar, el Cementerio, de manera que –como el Park Güell de Antoni Gaudí- la arquitectura fabrica formas naturales, se vuelve orgánica, no copia a la Naturaleza sino que la vuelve a definir. Surge algo extraño, potente, sublime, como un santuario antiguo.
Los arquitectos crean una arquitectura “humana” en el sentido de que, como el hombre, no es inmune ni al tiempo ni a las circunstancias contextuales en el que debe asentarse y plasmar constancia de su presencia, su existencia. Es una arquitectura que “existe”, que vive a través de sí misma, de su entorno y de su interacción con éste. El deseo era erigir sus obras pero, también, verlas envejecer, añejarse: que los árboles crezcan, que las piedras se recubran de musgo, que la obra de arquitectura desarrolle una vida propia. Hacer arquitectura capaz de tener y manifestar recuerdos, de envejecer.
Esta intervención deriva en un culto al lugar, que da como resultado un homenaje sentido a la arquitectura en la que ambos arquitectos creyeron. Su obra es un lenguaje que es síntesis apasionada de rasgos de los maestros, de otras arquitecturas, y de un conocimiento emocional del paisaje catalán. Como obra arquitectónica contemporánea, el Cementerio de Igualada es el lanzamiento de un convencido desafío plenamente personal sobre una forma de plantear las relaciones y diálogos entre hombre- naturaleza- arquitectura, expresando la complejidad de las dimensiones inherentes a cada uno de ellos, como individuales y como tríada indisoluble unida para el espacio y el tiempo.
Aunque una obra proyectada a dúo, el Cementerio de Igualada es la expresión más hermosa de la intensa expresividad de la arquitectura de Enric Miralles: enérgica, dramática, compleja. Una arquitectura de símbolos en la que, en muchos casos, se olvida o desinteresa del pragmatismo, en la que se desvela la belleza de la imperfección y que puede leerse como una unidad, como una sola obra inagotable e inagotada, inconclusa, lleno de fisuras y ruinas prematuras.
Explorar con el instinto la materia y la esencia de la arquitectura. Revisar el propio trabajo a la manera en que un poeta elabora una antología de sus obras. Afirmar: ‘la arquitectura no es más que una forma de pensar sobre la realidad’. Hacer que todo, imágenes, materiales, ideas...se haga arquitectura. Vivificar el artificio arquitectónico y hacerlo un ser, que vive imprevisiblemente. En el sentido literal de vivir. Y en el sentido literal de hacer vivir. El Cementerio de Igualada se hace así: de esa concepción, que resulta casi inspirada, emerge la poesía y la genialidad de esta obra, de este lugar.
Parte de la esencia de la arquitectura de Enric Miralles residía dentro de su cabeza y sostenía las estructuras de sus obras. Equivalente a la potencia física de sus obras es la energía de su poética. La importancia de las metáforas, la erudición y energía con que Miralles reembellecía imágenes e ideas para transformarlas en formas y comprensión íntima de su arquitectura, su arquitectura del sentimiento.
Llamamos arquitectura del sentimiento a la forma visceral de comprender la arquitectura que encarna Enric Miralles, que emerge de lo más profundo de las entrañas, que es dramática porque se basa en la provocación, una provocación producida por las formas y materiales que la componen: que se vive y percibe con todos los sentidos. Una arquitectura como de carne, que no recurre a artificios o elementos superfluos porque todos sus componentes son, en esencia, arquitectura y la arquitectura, en el arquitecto, se transforma en vida. La obra de arquitectura deviene así una herramienta que sostiene y extiende la propia vida.
El crítico Josep Quetglas afirmaba que Miralles era un ‘puro arquitecto’ porque los productos de su pensamiento eran ya arquitectura, aun sin necesidad de haber sido construidas, formas que emanaban puras de su imaginación.
En todo momento, la arquitectura de Miralles, y en el Cementerio de Igualada especialmente, se percibe con la impresión de que el edificio, la arquitectura, traspasaran al espacio de la realidad la sustancia vital del arquitecto; llevando al extremo la libertad expresiva personal. Como si deliberadamente, Miralles buscase que el edificio sea un consciente activo reflejo del ser y no un artificio producido según un cierto individualismo.
Tuvo un importante peso en el pensamiento de Enric Miralles la dimensión de la ‘construcción’: Como si la construcción no fuera el momento final del proceso de trabajo, sino uno más de los momentos inconexos que siempre están pidiendo una nueva respuesta. La idea de que el proyecto arquitectónico permanece siempre, virtual y físicamente, inacabado; como el cementerio, donde los materiales se desgastan y los árboles siguen creciendo, transformándose el lugar.
“Lo que me interesa de la obra construida es que, al tiempo que más compleja, se presenta también como más esquemática, finalmente liberada de las dudas del proceso. Sólo queda lo que era realmente importante. Y, al mismo tiempo, es un esquematismo que no es el mismo que se producía al principio, sino que se ha ido enriqueciendo con el tiempo, es un una marca que no has hecho tú...Es en el tiempo donde entiendes más el pensamiento, la forma de las cosas, cuando la urgencia, la necesidad de decidir desaparece, cuando las cosas van volviendo...”.
Miralles sabía cuál era su propia visión, el trabajo de su vida consistió en otorgarle la forma. Eligió los estudios de arquitectura porque “quería aprender”. A través de su reflexión intelectual, extraía a la arquitectura de su egocentrismo pragmático y lo dotaba de un egocentrismo trascendental que lo hacía ser una forma de elaborar una visión del mundo y un conocimiento sobre la propia identidad, inspirado por la complejidad (pragmática y trascendental) que implica la construcción de la arquitectura.
A través de todas las repeticiones del dibujo, del estudio de las fotografías del lugar y de las maquetas, de la observación de la construcción del proyecto...Y había dos frases, que parecían ir más allá:
Siempre estoy tratando de entender cosas que no entiendo. En mis proyectos, siempre queda oculto algo mío.
Todo esto lo comprendíamos enteramente después, cuando, en julio de 2000, llegaba la noticia de que, Enric Miralles, a los cuarenta y cinco años y en lo más prolífico y alto de su prestigio profesional, había muerto y que su cuerpo descansaría en el Cementerio de Igualada. A la inesperada noticia de su fallecimiento, la rodeaba la latente extrañeza de aquellas dos frases, una perplejidad que nos hacía insistentemente volver al Cementerio de Igualada porque podríamos descifrarlas.
Entendíamos el Cementerio de Igualada como la definición de un lenguaje arquitectónico posible; como un planteamiento poético acerca de la esencia de la arquitectura. Y, simbólicamente, el hundir las estructuras precisamente de un cementerio en la tierra se leía como una concepción ancestral de la muerte y el rito funerario: el cuerpo inerte introducido literal y simbólicamente en las entrañas de la tierra. En un lugar donde naturaleza y arquitectura se hibridaban para existir juntas, donde la materia muerta se disuelve, la muerte se hace parte de la dimensión eterna de la vida.
Como conclusión de toda una obra que define una manera de pensar, de ser y de aproximarse al conocimiento, debíamos comprender, finalmente, que aquella metáfora dramática y bella se había apoderado de su autor y él mismo integraría la construcción de aquélla en la que se expresó desmesuradamente el sentimiento del arquitecto que entregaba toda la cabeza y todo el cuerpo para hacer arquitectura.
Al final, el prodigio de ser arquitectura.
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